LA INYECCIÓN DE IRMA"
CAPÍTULO II - EL MÉTODO DE LA INTERPRETACIÓN ONÍRICA - EJEMPLO DEL ANÁLISIS DE UN SUEÑO
EL título dado a la presente obra revela ya a qué concepción de la vida onírica intenta incorporarse. Me he propuesto demostrar que los sueños son susceptibles de interpretación, y mi estudio tenderá, con exclusión de todo otro propósito, hacia este fin, aunque claro está que en el curso de mi labor podrán surgir accesoriamente interesantes aportaciones al esclarecimiento de los problemas oníricos señalados en el capítulo anterior. La hipótesis de que los sueños son interpretables me sitúa ya enfrente de la teoría onírica dominante e incluso de todas las desarrolladas hasta el día, excepción hecha de la de Scherner, pues «interpretar un sueño» quiere decir indicar su «sentido», o sea, sustituirlo por algo que pueda incluirse en la concatenación de nuestros actos psíquicos como un factor de importancia y valor equivalentes a los demás que la integran. Pero, como ya hemos visto, las teorías científicas no dejan lugar alguno al planteamiento de este problema de la interpretación de los sueños, no viendo en ellos un acto anímico, sino un proceso puramente somático, cuyo desarrollo se exterioriza en el aparato psíquico por medio de determinados signos. En cambio, la opinión profana se ha manifestado siempre en un sentido opuesto.
Haciendo uso de su perfecto derecho a la inconsecuencia, no puede resolverse a negar a los sueños toda significación, aunque reconoce que son incomprensibles y absurdos y, guiada por un oscuro presentimiento, se inclina a aceptar que poseen un sentido, si bien oculto, a título de sustitutivos de un diferente proceso mental. De este modo todo quedaría reducido a desentrañar acertadamente la sustitución y penetrar así hasta el significado oculto. En consecuencia, la opinión profana se ha preocupado siempre de «interpretar» los sueños, intentándolo por dos procedimientos esencialmente distintos. El primero toma el contenido de cada sueño en su totalidad y procura sustituirlo por otro contenido, comprensible y análogo en ciertos aspectos. Es ésta la interpretación simbólica de los sueños, que, naturalmente, fracasa en todos aquellos que a más de incomprensibles se muestran embrollados y confusos. La historia bíblica nos da un ejemplo de este procedimiento en la interpretación dada por José al sueño del Faraón. Las siete vacas gordas, sucedidas por otras siete flacas, que devoraban a las primeras, constituye una sustitución simbólica de la predicción de siete años de hambre, que habrían de consumir la abundancia que otros siete de prósperas cosechas produjeran en Egipto. La mayoría de los sueños artificiales creados por los poetas se hallan destinados a una tal interpretación, pues reproducen el pensamiento concebido por el autor bajo un disfraz, correspondiente a los caracteres que de los sueños nos son conocidos por experiencia personal (#210). Un resto de la antigua creencia en la significación profética de los sueños perdura aún en la opinión popular de que se refieren principalmente al porvenir, anticipando su contenido, y de este modo el sentido descubierto por medio de la interpretación simbólica es generalmente transferido a un futuro más o menos lejano.
Naturalmente, no es posible indicar norma alguna para llevar a cabo una tal interpretación simbólica. Esta depende tan solo del ingenio y de la inmediata intuición del interpretador; razón por la cual pudo elevarse la interpretación por medio de símbolos a la categoría de arte, para el que se precisaba una especial aptitud (#211). En cambio, el segundo de los métodos populares, a que antes aludimos, se mantiene muy lejos de semejantes aspiraciones. Pudiéramos calificarlo de método descifrador, pues considera el sueño como una especie de escritura secreta, en la que cada signo puede ser sustituido, mediante una clave prefijada, por otro de significación conocida. Si, por ejemplo, hemos soñado con una «carta» y luego con un «entierro», y consultamos una de las popularísimas «claves de los sueños», hallaremos que debemos sustituir «carta» por «disgusto» y «entierro» por «esponsales». A nuestro arbitrio queda después construir con las réplicas halladas un todo coherente, que habremos también de transferir al futuro. En el libro de Artemidoro de Dalcis (#212), sobre la interpretación de los sueños, hallamos una curiosa variante de este «método descifrador» que corrige en cierto modo su carácter de mera traducción mecánica. Consiste tal variante en atender no sólo el contenido del sueño, sino a la personalidad y circunstancias del sujeto; de manera que el mismo elemento onírico tendrá para el rico, el casado o el orador diferente significación que para el pobre, el soltero, o por ejemplo, el comerciante. Lo esencial de este procedimiento es que la labor de interpretación no recae sobre la totalidad del sueño, sino separadamente sobre cada uno de los componentes de su contenido, como si el sueño fuese un conglomerado, en el que cada fragmento exigiera una especial determinación. Los sueños incoherentes y confusos son con seguridad los que han incitado a la creación del método descifrador (#213).
De la imposibilidad de utilizar cualquiera de los dos métodos populares reseñados en un estudio científico de la interpretación de los sueños, no cabe dudar un solo instante. El método simbólico es de aplicación limitada y nada susceptible de una exposición general. En el «descifrador» dependería todo de que pudiésemos dar crédito a la «clave» o «libro de los sueños», cosa para la que carecemos de toda garantía. Así, pues, parece que deberemos inclinarnos a dar la razón a los filósofos y psiquíatras y a precindir con ellos del problema de la interpretación onírica, considerándolo como puramente imaginario y ficticio (#214).
Mas por mi parte he llegado a un mejor conocimiento. Me he visto obligado a reconocer que se trata nuevamente de uno de aquellos casos, nada raros, en los que una antiquísima creencia popular, hondamente arraigada, parece hallarse más próxima a la verdad objetiva que los juicios de la ciencia moderna. Debo, pues, afirmar que los sueños poseen realmente un significado, y que existe un procedimiento científico de interpretación onírica, a cuyo descubrimiento me ha conducido el proceso que sigue: Desde hace muchos años me vengo ocupando, guiado por intenciones terapéuticas, de la solución de ciertos productos psicopatológicos, tales como las fobias histéricas, las representaciones obsesivas, etc.
A esta labor hubo de incitarme la importante comunicación de J. Breuer de que la solución de estos productos, sentidos como síntomas patológicos, equivale a su supresión (#215). En el momento en que conseguimos referir una de las tales representaciones patológicas a los elementos que provocaron su emergencia en la vida anímica del enfermo logramos hacerla desaparecer, quedando el sujeto libre de ella. Dada la impotencia de nuestros restantes esfuerzos terapéuticos, y ante el enigma de estos estados, me pareció atractivo continuar el camino iniciado por Breuer hasta llegar a un completo esclarecimiento, no obstante, las grandes dificultades que a ello se oponían. En otro lugar expondré detalladamente cómo la técnica del procedimiento fue perfeccionándose hasta su forma actual, y cuáles han sido los resultados de mi labor. La interpretación de los sueños surgió en el curso de estos trabajos psicoanalíticos. Mis pacientes, a los que comprometía a referirme todo lo que con respecto a un tema dado se les ocurriera, me relataban también sus sueños, y hube de comprobar que un sueño puede hallarse incluido en la concatenación psíquica, que puede perseguirse retrocediendo en la memoria del sujeto a partir de la idea patológica.
De aquí a considerar los sueños como síntomas patológicos y aplicarles el método de interpretación para ellos establecido no había más que un paso. La realización de esta labor exige cierta preparación psíquica del enfermo. Dos cosas perseguimos en él: una intensificación de su atención sobre sus percepciones psíquicas y una exclusión de la crítica, con la que acostumbra seleccionar las ideas que en él emergen. Para facilitarle concentrar toda su atención en la labor de autoobservación es conveniente hacerle cerrar los ojos y adoptar una postura descansada. El renunciamiento a la crítica de los productos mentales percibidos habremos de imponérselo expresamente. Le diremos, por tanto, que el éxito del psicoanálisis depende de que respete y comunique todo lo que atraviese su pensamiento y no se deje llevar a retener unas ocurrencias por creerlas insignificantes o faltas de conexión con el tema dado, y otras, por parecerle absurdas o desatinadas. Habrá de mantenerse en una perfecta imparcialidad con respecto a sus ocurrencias, pues la crítica que sobre las mismas se halla habituado a ejercer es precisamente lo que le ha impedido hasta el momento hallar la buscada solución del sueño, de la idea obsesiva, etc.
En mis trabajos psicoanalíticos he observado que la disposición de ánimo del hombre que reflexiona es totalmente distinta de la del que observa sus procesos psíquicos. En la reflexión entra más intensamente en juego una acción psíquica que en la más atenta autoobservación; diferencia que se revela en la tensión expresa la fisonomía del hombre que reflexiona, contrastando con la serenidad mímica del autoobservador. En muchos casos tiene que existir una concentración de la atención; pero el sujeto sumido en la reflexión ejercita, además, una crítica, a consecuencia de la cual rechaza una parte de las ocurrencias emergentes después de percibirlas, interrumpe otras en el acto, negándose a a seguir los caminos que abren a su pensamiento, y reprime otras antes que hayan llegado a la percepción, no dejándolas devenir conscientes. En cambio, el autoobservador no tiene que realizar más esfuerzo que el de reprimir la crítica, y si lo consigue acudirá a su conciencia una infinidad de ocurrencias, que de otro modo hubieran permanecido inaprehensibles. Con ayuda de estos nuevos materiales, conseguidos por su autopercepción. se nos hace posible llevar a cabo la interpretación de las ideas patológicas y de los productos oníricos. Como vemos, se trata de provocar un estado que tiene de común con el de adormecimiento anterior al reposo -y seguramente también con el hipnótico- una cierta analogía en la distribución de la energía psíquica (de la atención móvil). En el estado de adormecimiento surgen las «representaciones involuntarias» por el relajamiento de una cierta acción voluntaria -y seguramente también crítica- que dejamos actuar sobre el curso de nuestras representaciones, relajamiento que solemos atribuir a la «fatiga». Estas representaciones involuntarias emergentes se transforman en imágenes visuales y acústicas. (Cf. las observaciones de Schleiermacher y otros autores, incluidas en el capítulo anterior.) (#216). En el estado que provocamos para llevar a cabo el análisis de los sueños y de las ideas patológicas renuncia el sujeto, intencionada y voluntariamente, a aquella actividad crítica y emplea la energía psíquica ahorrada o parte de ella en la atenta persecución de los pensamientos emergentes, los cuales conservan ahora su carácter de representaciones. De este modo se convierte a las representaciones «involuntarias»: en «voluntarias».
Para muchas personas no parece ser fácil adoptar esta disposición a las ocurrencias, «libremente emergentes» en apariencia, y renunciar a la crítica que sobre ellas ejercen en todo otro caso. Los «pensamientos involuntarios» acostumbran desencadenar una violentísima resistencia, que trata de impedirles emerger. Si hemos de dar crédito a F. Schiller, nuestro gran filósofo poeta, es también una tal disposición condición de la producción poética. En una de sus cartas a Korner, cuidadosamente estudiadas por Otto Rank, escribe Schiller, contestando a las quejas de su amigo sobre su falta de productividad: «El motivo de tus quejas reside, a mi juicio, en la coerción que tu razón ejerce sobre tus facultades imaginativas.
Expresaré mi pensamiento por medio de una comparación plástica. No parece ser provechoso para la obra creadora del alma el que la razón examine demasiado penetrantemente, y en el mismo momento en que llegan ante la puerta las ideas que van acudiendo. Aisladamente considerada, puede una idea ser harto insignificante o aventurada, pero es posible que otra posterior le haga adquirir importancia, o que uniéndose a otras, tan insulsas como ella, forme un conjunto nada despreciable. = La razón no podrá juzgar nada de esto si no retiene las ideas hasta poder contemplarlas unidas a las posteriormente surgidas. En los cerebros creadores sospecho que la razón ha retirado su vigilancia de las puertas de entrada, deja que las ideas se precipiten pêle-mêle al interior, y entonces es cuando advierte y examina el considerable montón que han formado. = Vosotros, los señores críticos, o como queráis llamaros, os avergonzáis o asustáis del desvarío propio de todo creador original, cuya mayor o menor duración distingue al artista pensador del soñador. De aquí la esterilidad de que os quejáis.
Rechazáis demasiado pronto las ideas y las seleccionáis con excesiva severidad.» (Carta del 1 de diciembre de 1788.) Sin embargo, una adopción del estado de autoobservación exenta de crítica o, como describe Schiller, la «supresión de la vigilancia a las puertas de la conciencia», no es nada difícil. La mayoría de los pacientes la consiguen a la primera indicación, y yo mismo la logro perfectamente cuando en el análisis de fenómenos propios voy redactando por escrito mis ocurrencias. El montante de energía, en el que de este modo se disminuye la actividad psíquica, y con el que se puede elevar la intensidad de la autoobservación, oscila considerablemente según el tema sobre el que la atención debe recaer.
Los primeros ensayos de aplicación de este procedimiento nos enseñan que el objeto sobre el que hemos de concentrar nuestra atención no es el sueño en su totalidad, sino separadamente cada uno de los elementos de su contenido. Si a un paciente aún inexperimentado le preguntamos qué es le ocurre con respecto a un sueño, no sabrá aprehender nada en su campo de visión espiritual. Tendremos, pues, que presentarle el sueño fragmentariamente, y entonces producirá, con relación a cada elemento, una serie de ocurrencias que podremos calificar de «segundas intenciones» de aquella parte del sueño. En esta primera condición, importantísima, se aparta ya, como vemos, nuestro procedimiento de interpretación onírica del método popular, histórica y fabulosamente famoso, de la interpretación por medio del simbolismo, y se acerca, en cambio, al otro de los métodos populares, o sea, al de la «clave». Como este último constituye una interpretación en détail y no en masse, y ve en los sueños, desde un principio, algo complejo, un conglomerado de productos psíquicos. En el curso de mis psicoanálisis de individuos neuróticos he llegado a interpretar muchos millares de sueños: pero es éste un material que no quisiera utilizar aquí para la introducción a la técnica y a la teoría de la interpretación onírica. Aparte de la probable objeción de que se trataba de sueños de neurópatas, que no autorizaban deducción alguna sobre los del hombre normal existe otra razón que me aconseja prescindir de dicho material.
El tema sobre el que tales sueños recae es siempre, naturalmente, la enfermedad del sujeto, y de este modo habríamos de anteponer a cada análisis una extensa información preliminar y un esclarecimiento de la esencia y condiciones etiológicas de las psiconeurosis, cuestiones tan nuevas y singulares que desviarían nuestra atención de los problemas oníricos. Mi propósito es, por lo contrario, crear, con la solución de los sueños, una labor preliminar para la de los más intrincados problemas de la psicología de la neurosis. Mas si renuncio a los sueños de los neuróticos, que constituyen la parte principal del material por mí reunido, no podré ya aplicar a la parte restante un severo criterio de selección. Sólo me quedan aquellos sueños que me han sido ocasionalmente relatados por personas de mi amistad, y los que a título de paradigmas aparecen incluidos en la literatura de la vida onírica. Pero ninguno de tales sueños ha sido sometido al análisis, sin lo cual no me es posible hallar su sentido.
Mi procedimiento no es tan cómodo como el del popular método «descifrador», que traduce todo contenido onírico dado conforme a una clave fija. Por lo contrario, sé que un mismo sueño puede presentar diferentes sentidos, según quien lo sueñe o el estado individual al que se relacione. De este modo se me imponen mis propios sueños como el material de que mejor puedo hacer uso en esta exposición, pues reune las condiciones de ser suficientemente amplio, proceder de una persona aproximadamente normal y referirse a las más diversas circunstancias de la vida diurna. Seguramente se me objetará que tales «autoanálisis» carecen de una firme garantía y que en ellos queda abierto el campo a la arbitrariedad. A mi juicio, carece esta objeción de fundamento pues se desarrolla la autoobservación en circunstancias más favorables que las que presiden a la observación de una persona ajena; pero aunque así no fuese, siempre sería lícito tratar de averiguar hasta qué punto podemos avanzar en la interpretación de los sueños por medio del autoanálisis.
Muy otras son las dificultades que se oponen a tal empresa. Habréis, en efecto, de dominar enérgicas resistencias interiores: la comprensible aversión a comunicar intimidades de mi vida anímica y el temor a que los extraños las interpreten equivocadamente. Pero es preciso sobreponerse a todo esto. Tout psychologiste -escribe Delboeuf- est obligé de faire l'aveu même de ses faiblesses s'il croit par là jeter le jour sur quelque problème obscur. Asimismo debo esperar que el lector habrá de sustituir la curiosidad inicial que le inspiren las indiscreciones que me veo obligado a cometer por un interés exclusivamente orientado hacia la comprensión de los problemas psicológicos, que de este modo quedarán esclarecidos. Escogeré, pues, uno de mis sueños y explicaré en él, prácticamente, mi procedimiento de interpretación. Cada uno de estos sueños precisa de una información preliminar. Habré de rogar al lector haga suyos, durante algún tiempo, mis intereses y penetre atentamente conmigo en los más pequeños detalles de mi vida, pues el descubrimiento del oculto sentido de los sueños exige imperiosamente una tal transferencia.
INFORMACIÓN PRELIMINAR.
- A principios del verano de 1895 sometí al tratamiento psicoanalítico a una señora joven, a la que tanto yo como todos los míos profesábamos una cariñosa amistad. La mezcla de esta relación amistosa con la profesional constituye siempre para el médico -y mucho más para el psicoterapeuta- un inagotable venero de inquietudes. Su interés personal aumenta y, en cambio, disminuye su autoridad. Un fracaso puede enfriar la antigua amistad que le une a los familiares del enfermo. En este caso terminó la cura con un éxito parcial: la paciente quedó libre de su angustia histérica, pero no de todos sus síntomas somáticos. No me hallaba yo por aquel entonces completamente seguro del criterio que debía seguirse para dar un fin definitivo al tratamiento de una histeria, y propuse a la paciente una solución que le pareció inaceptable. Llegaba la época del veraneo, hubimos de interrumpir el tratamiento en tal desacuerdo. Así las cosas, recibí la visita de un joven colega y buen amigo mío que había visto a Irma -mi paciente- y a su familia en su residencia veraniega. Al preguntarle yo cómo había encontrado a la enferma, me respondió: «Está mejor, pero no del todo.» Sé que estas palabras de mi amigo Otto, o quizá el tono en que fueron pronunciadas, me irritaron. Creí ver en ellas el reproche de haber prometido demasiado a la paciente, y atribuí -con razón o sin ella- la supuesta actitud de Otto en contra mía a la influencia de los familiares de la enferma, de los que sospechaba no ver con buenos ojos el tratamiento. De todos modos, la penosa sensación que las palabras de Otto despertaron en mí no se me hizo muy clara ni precisa, y me abstuve de exteriorizarla. Aquella misma tarde redacté por escrito el historial clínico de Irma con el propósito de enviarlo -como para justificarme- al doctor M., entonces la personalidad que solía dar el tono en nuestro círculo. En la noche inmediata, más bien a la mañana, tuve el siguiente sueño, que senté por escrito al despertar y que es el primero que sometí a una minuciosa interpretación.
SUEÑO DEL 23-24 DE JULIO DE 1895. -
En un amplio hall. Muchos invitados, a los que recibimos. Entre ellos, Irma, a la que me acerco en seguida para contestar, sin pérdida de momento, a su carta y reprocharle no haber aceptado aún la «solución». Le digo: «Si todavía tienes dolores es exclusivamente por tu culpa.» Ella me responde: «¡Si supieras qué dolores siento ahora en la garganta, el vientre y el estómago!... ¡Siento una opresión!...» Asustado, la contemplo atentamente. Está pálida y abotagada. Pienso que quizá me haya pasado inadvertido algo orgánico. La conduzco junto a una ventana y me dispongo a reconocerle la garganta. Al principio se resiste un poco, como acostumbran hacerlo en estos casos las mujeres que llevan dentadura postiza. Pienso que no la necesita. Por fin, abre bien la boca, y veo a la derecha una gran mancha blanca, y en otras partes, singulares escaras grisáceas, cuya forma recuerda al de los cornetes de la nariz. Apresuradamente llamo al doctor M., que repite y confirma el reconocimiento... El doctor M. presenta un aspecto muy diferente al acostumbrado: está pálido, cojea y se ha afeitado la barba... Mi amigo Otto se halla ahora a su lado, y mi amigo Leopoldo percute a Irma por encima de la blusa y dice: «Tiene una zona de macidez abajo, a la izquierda, y una parte de la piel, infiltrada, en el hombro izquierdo» (cosa que yo siento como él, a pesar del vestido). M. dice: «No cabe duda, es una infección. Pero no hay cuidado; sobrevendrá una disentería y se eliminará el veneno...» Sabemos también inmediatamente de qué procede la infección. Nuestro amigo Otto ha puesto recientemente a Irma, una vez que se sintió mal, una inyección con un preparado a base de propil, propilena..., ácido propiónico.... trimetilamina (cuya fórmula veo impresa en gruesos caracteres). No se ponen inyecciones de este género tan ligeramente... Probablemente estaría además sucia la jeringuilla.
Este sueño presenta, con respecto a otros muchos, una ventaja; revela en seguida claramente a qué sucesos del último día se halla enlazado y cuál es el tema de que se trata. Las noticias que Otto me dio sobre el estado de Irma y el historial clínico, en cuya redacción trabajé hasta muy entrada la noche, han seguido ocupando mi actividad anímica durante el reposo. Sin embargo, por la información preliminar que antecede y por el contenido del sueño, nadie podría sospechar lo que el mismo significa. Yo mismo no lo sé todavía. Me asombran los síntomas patológicos de que Irma se queja en el sueño, pues no son los mismos por los que hube de someterla a tratamiento. La desatinada idea de administrar a un enfermo una inyección de ácido propiónico, y las palabras consoladoras del doctor M. me mueven a risa. El sueño se muestra hacia su fin más oscuro y comprimido que en su principio. Para averiguar su significado habré de someterlo a un penetrante y minucioso análisis.
ANÁLISIS. - (asociación libre)
Un amplio «hall»; muchos invitados, a los que recibimos. Durante este verano vivíamos en una villa, denominada «Bellevue», y situada sobre una de las colinas próximas a Kahlenberg. Esta villa había sido destinada anteriormente a casino, y tenía, por tanto, habitaciones de amplitud superior a la corriente. Mi sueño se desarrolló hallándome en «Bellevue», y pocos días antes del cumpleaños de mi mujer. En la tarde que le precedió había expresado mi mujer la esperanza de que para su cumpleaños vinieran a comer con nosotros algunos amigos, Irma entre ellos. Así, pues, mi sueño anticipa esta situación. Es el día del cumpleaños de mi mujer, y recibimos en el gran hall de «Bellevue» a nuestros numerosos invitados, entre los cuales se halla Irma. Reprocho a Irma no haber aceptado aún la «solución». Le digo: «Si todavía tienes dolores, es exclusivamente por tu culpa.» Esto mismo hubiera podido decírselo o se lo he dicho realmente en la vida despierta. Por aquel entonces tenía yo la opinión (que luego hube de reconocer equivocada) de que mi labor terapéutica quedaba terminada con la revelación al enfermo del oculto sentido de sus síntomas. Que el paciente aceptara luego o no esta solución -de lo cual depende el éxito o el fracaso del tratamiento- era cosa por la que no podía exigírseme responsabilidad alguna. A este error, felizmente rectificado después, le estoy, sin embargo, agradecido, pues me simplificó la existencia en una época en la que, a pesar de mi inevitable ignorancia, debía obtener resultados curativos. Pero en la frase que a Irma dirijo en mi sueño advierto que ante todo no quiero ser responsable de los dolores que aún la aquejan. Si Irma tiene exclusivamente la culpa de padecerlos todavía, no puede hacérseme responsable de ellos. ¿Habremos de buscar en esta dirección el propósito del sueño? Irma se queja de dolores en la garganta, el vientre y el estómago, y de una gran opresión. Los dolores de estómago pertenecían al complejo de síntomas de mi paciente, pero no fueron nunca muy intensos. Más bien se quejaba de sensaciones de malestar y repugnancia. La opresión o el dolor de garganta y los dolores de vientre apenas si desempeñaban papel alguno en su enfermedad. Me asombra, pues, la elección de síntomas realizada en mi sueño y no me es posible hallar por el momento razón alguna determinante.
Está pálida y abotagada. Mi paciente presenta siempre, por el contrario, una rosada coloración. Sospecho que se ha superpuesto aquí a ella una tercera persona. Pienso, con temor, que quizá me haya pasado inadvertida una afección orgánica. Como fácilmente puede comprenderse, es éste un temor constante del especialista que apenas ve enfermos distintos de los neuróticos y se halla habituado a atribuir a la histeria un gran número de fenómenos que otros médicos tratan como de origen orgánico. Por otro lado, se me insinúan -no sé por qué- ciertas dudas sobre la sinceridad de mi alarma. Si los dolores de Irma son de origen orgánico, no me hallo obligado a curarlos. Mi tratamiento no suprime sino los dolores histéricos. Parece realmente como si desease hubiera existido un error en el diagnóstico, pues entonces no se me podría reprochar fracaso alguno. La conduzco junto a una ventana y me dispongo a reconocerle la garganta. Al principio se resiste un poco, como acostumbran hacerlo en estos casos las mujeres que llevan dentadura postiza. Pienso que no lo necesita. No he tenido nunca ocasión de reconocer la cavidad bucal de Irma. El suceso del sueño me recuerda el reciente reconocimiento de una institutriz, que me había hecho al principio una impresión de juvenil belleza, y que luego, al abrir la boca, intentó ocultar que llevaba dentadura postiza.
A este caso se enlazan otros recuerdos de reconocimientos profesionales y de pequeños secretos, descubiertos durante ellos para confusión de médico y enfermo. Mi pensamiento de que Irma no necesita dentadura postiza es, en primer lugar, una galantería para con nuestra amiga, pero sospecho que encierra aún otro significado distinto. En un atento análisis nos damos siempre cuenta de si hemos agotado o no los pensamientos ocultos buscados. La actitud de Irma junto a la ventana me recuerda de repente otro suceso. Irma tiene una íntima amiga, a la que estimo altamente. Una tarde que fui a visitarla, la encontré al lado de la ventana en la actitud que mi sueño reproduce, y su médico, el mismo doctor M., me comunicó que al reconocerle la garganta había descubierto una placa de carácter diftérico. La persona del doctor M. y la placa diftérica retornan en la continuación del sueño. Recuerdo ahora que en los últimos meses he tenido razones suficientes para sospechar que también esta señora padece de histeria. Irma misma me lo ha revelado. Pero ¿qué es lo que de sus síntomas conozco? Precisamente que sufre de opresión histérica de la garganta, como la Irma de mi sueño. Así, pues, he sustituido en éste a mi paciente por su amiga. Ahora recuerdo que he acariciado varias veces la esperanza de que también esta señora se confiase a mis cuidados profesionales; pero siempre he acabado por considerarlo improbable, pues es persona de carácter muy retraído. Se resiste a la intervención médica, como Irma en mi sueño. Otra explicación sería la de que no lo necesita, pues hasta ahora se ha mostrado suficientemente enérgica para dominar sin auxilio ajeno sus trastornos. Quedan ya tan sólo algunos rasgos que no me es posible adjudicar a Irma ni a su amiga: la palidez, el abotagamiento y la dentadura postiza. Esta última despertó en mí el recuerdo de la institutriz antes citada. A continuación se me muestra otra persona, a la que los rasgos restantes podrían aludir. No la cuento tampoco entre mis pacientes, ni deseo que jamás lo sea, pues se avergüenza ante mí, y no la creo una enferma dócil. Generalmente, se halla pálida, y en temporada que gozó de excelente salud engordó hasta parecer abotagada (#217). Por tanto, he comparado a Irma con otras dos personas que se resistirán igualmente al tratamiento. ¿Qué sentido puede tener el haberla sustituido por su amiga en mi sueño? Quizá el de que deseo realmente una tal sustitución, por serme esta señora más simpática o porque tengo una más alta idea de su inteligencia. Resulta, en efecto, que Irma me parece ahora ininteligente por no haber aceptado mi solución. La otra, más lista, cedería antes. Por fin abre bien la boca; la amiga de Irma me relataría sus pensamientos con más sinceridad y menor resistencia que aquélla
En la garganta veo una mancha blanca y escaras de forma semejante a los cornetes de la nariz. La mancha blanca me recuerda la difteria y, por tanto, a la amiga de Irma, y, además, la grave enfermedad de mi hija mayor, hace ya cerca de dos años, y todos los sobresaltos de aquella triste época. Las escaras que cubren las conchas nasales aluden a una preocupación mía sobre mi propia salud. En esta época solía tomar con frecuencia cocaína para aliviar una molesta rinitis, y había oído decir pocos días antes que una paciente, que usaba este mismo medio, se había provocado una extensa necrosis de la mucosa nasal. La prescripción de la cocaína para estos casos, dada por mí en 1885, me ha atraído severos reproches. Un querido amigo mío, muerto ya en 1885, apresuró su fin por el abuso de este medio. Apresuradamente llamo al doctor M., que repite el reconocimiento. Esto correspondería sencillamente a la posición que M. ocupaba entre nosotros. Pero «mi apresuramiento» es lo bastante singular para exigir una especial explicación. Evoca en mí el recuerdo de un triste suceso profesional. Por la continuada prescripción de una sustancia que por entonces se creía aún totalmente innocua (sulfonal) provoqué una vez una grave intoxicación en una paciente, teniendo que acudir en busca de auxilio a la mayor experiencia de mi colega el doctor M., más antiguo que yo en el ejercicio profesional. Otras circunstancias accesorias prueban que es éste realmente el suceso a que en mi sueño me refiero.
La enferma, que sucumbió a la intoxicación, llevaba el mismo nombre que mi hija mayor. Hasta el momento no se me había ocurrido pensar en ello, pero ahora se me aparece este suceso como una represalia del Destino y como si la sustitución de personas hubiera de proseguir aquí en un distinto sentido: esta Matilde por aquella Matilde; ojo por ojo y diente por diente. Parece como si fuera buscando todas aquellas ocasiones por las que me puedo reprochar una insuficiente conciencia profesional. El doctor M. está pálido, se ha quitado la barba y cojea. Lo que de verdad entraña esta parte del sueño se reduce a que el doctor M. presenta a veces tan mal aspecto, que llega a inquietar a sus amigos. Los dos caracteres restantes deben de pertenecer a otras personas. Recuerdo ahora a mi hermano mayor, residente en el extranjero, que llevaba el rostro afeitado y al que, si no me equivoco, se parecía extraordinariamente el doctor M. de mi sueño. Hace algunos días nos llegó la noticia de que un ataque de artritismo a la cadera le hacía cojear un poco. Tiene que existir una razón que me haya hecho confundir en mi sueño a ambas personas en una sola. Recuerdo, en efecto, que me hallo irritado contra ambas por algún motivo: el de haber rechazado una proposición que recientemente les hice.
Mi amigo Otto se halla ahora al lado de la enferma, y mi amigo Leopoldo la percute y descubre una zona de macidez abajo, a la izquierda. Leopoldo es también médico y, además, pariente de Otto. El Destino los ha convertido en competidores, pues ejercen igual especialidad y se los compara constantemente entre sí. Ambos han trabajado conmigo durante varios años, mientras fui director de un consultorio público para niños neuróticos, y con gran frecuencia se desarrollan durante esta época escenas como la que mi sueño reproduce. Mientras yo discutía con Otto sobre el diagnóstico de un caso, había Leopoldo reconocido de nuevo al niño y nos aportaba un inesperado dato decisivo. Entre Otto y Leopoldo existe una fundamental diferencia de carácter . El primero sobresalía por su rapidez de concepción, mientras que el segundo era más lento, pero también más cuidadoso y concienzudo. Si en mi sueño coloco frente a frente a Otto y al prudente Leopoldo, ello es claramente para hacer resaltar al segundo. Trátase de una comparación análoga a la que anteriormente efectué entre Irma, paciente nada dócil, y su amiga, a la que tengo por más inteligente. Advierto también ahora una de las vías sobre la que se desplaza la asociación de pensamientos en el sueño, y que va desde la niña enferma al consultorio para niños enfermos. La zona de macidez, abajo, a la izquierda, me hace la impresión de corresponder en todos sus detalles a un caso en el que me admiró la concienzuda seguridad de Leopoldo. Por otra parte, surge en mí vagamente la idea de algo como una afección metastásica; pero pudiera también ser una relación con la paciente que desearía sustituyera a Irma. Esta señora simula, en efecto, y por lo que he podido observar, una tuberculosis.
Una parte de la piel, infiltrada en el hombro izquierdo. Caigo inmediatamente en que se trata de mis propios dolores reumáticos en el hombro, dolores que se hacen sentir siempre que permanezco en vela hasta altas horas de la noche. La letra del sueño confirma esta interpretación, mostrándose aquí un tanto equívoca; ... cosa que ya siento como él; esto es, que siento en mi propio cuerpo. Además, extraño los términos, nada habituales: «Una parte de la piel infiltrada.» A la frase «una infiltración posterosuperior izquierda» estamos acostumbrados. Esta frase se referiría al pulmón, y con ello nuevamente a la tuberculosis. A pesar del vestido. Esto no es, desde luego, sino una interpolación accesoria. En el consultorio acostumbrábamos, como es natural, hacer desnudar a los niños para reconocerlos; detalle que se opone aquí a la forma en que hemos de reconocer a nuestras pacientes adultas. De un excelente clínico solía referirse que nunca reconoció a sus enfermas sino por encima de los vestidos; a partir de aquí se oscurecen mis ideas, o dicho francamente, no me siento inclinado a profundizar más en esta cuestión.
El doctor M. dice: «No cabe duda; es una infección. Pero no hay cuidado; sobrevendrá una disentería y se eliminará el veneno.» Todo esto me parece al principio absolutamente ridículo; mas, sin embargo, habré de someterlo, como los demás elementos del sueño, a un cuidadoso análisis. Lo que en la paciente he hallado es una difteritis local. De la época en que mi hija estuvo enferma, recuerdo la discusión sobre difteritis y difteria. Esta última sería la infección general, subsiguiente a la difteritis local. Así, pues, es una tal infección general lo que Leopoldo diagnostica al descubrir la zona de macidez, la cual hace pensar en un foco metastásico. Pero creo que precisamente en la difteria no se presentan jamás tales metástasis. Más bien me recuerdan una piemia. No hay cuidado. Es ésta una frase de aliento y consuelo, que, a mi juicio, se justifica en la forma siguiente: el fragmento onírico últimamente examinado pretende que los dolores de la paciente proceden de una grave afección orgánica. Sospecho que con esto no quiero sino alejar de mí toda culpa. El tratamiento psíquico no puede ser hecho responsable de la no curación de una difteritis. De todos modos, me avergüenza echar sobre Irma el peso de una tan grave enfermedad no más que para quedarme libre de todo reproche, y necesitando algo que me garantice un desenlace favorable, me parece de perlas poner las palabras de aliento en la boca del doctor M. Pero en este punto me coloco por encima del sueño, cosa que necesita explicación.
Mas ¿por qué es este consuelo tan desatinado? Disentería. Una cualquiera representación teórica lejana de que los gérmenes patógenos pueden ser eliminados por el intestino. ¿Me propondré acaso burlarme así de la inclinación del doctor M. a explicaciones un tanto traídas por los cabellos y a singulares conexiones patológicas? La disentería evoca en mí otras ideas distintas. Hace pocos meses reconocí a un joven que padecía singulares trastornos intestinales y al que otros colegas habían tratado como un caso de «anemia con nutrición insuficiente». Comprobé que se trataba de un histérico, pero no quise ensayar en él mi psicoterapia, y le recomendé que hiciese un viaje por mar. Hace pocos días recibí desde Egipto una desesperada carta de este enfermo, en la que me comunicaba haber padecido un nuevo ataque, que el médico había diagnosticado de disentería. Sospecho, ciertamente, que este diagnóstico es un error de un ignorante colega, que se ha dejado engañar por una de las simulaciones de la histeria; pero de todos modos, no puedo por menos de reprocharme el haber expuesto a mi paciente a contraer, sobre su afección intestinal histérica, una afección orgánica.
«Disentería» suena análogamente a «difteria», palabra que no aparece en el sueño. Habré realmente de aceptar que con el pronóstico optimista que en mi sueño pongo en boca del doctor M. no persigo sino burlarme de él, pues ahora recuerdo que hace años me relató él mismo, con grandes risas, una análoga historia. Había sido llamado a consultar con otro colega sobre un enfermo grave, y ante el optimismo del médico de cabecera hubo de señalarle la presencia de albúmina en la orina del paciente. «No hay cuidado -respondió el optimista-; la albúmina se eliminará por sí sola.» No cabe, pues, duda alguna de que esta parte de mi sueño entraña una burla hacia aquellos de mis colegas ignorantes de la histeria. Como para confirmarlo así, surge ahora en mi pensamiento la siguiente interrogación: ¿Sabe acaso el doctor M. que los fenómenos que su paciente -la amiga de Irma- presenta, y que hacen temer una tuberculosis, son de origen histérico? ¿Ha descubierto la histeria o se ha dejado burlar por ella? Mas ¿qué motivo puedo tener para tratar tan mal a un amigo? Muy sencillo. El doctor M. está tan poco conforme como Irma misma con la «solución» por mí propuesta. De este modo me he vengado ya en mi sueño de dos personas: de Irma, diciéndole que si aún tenía dolores era exclusivamente por su culpa, y del doctor M., con el desatinado pronóstico que pongo en sus labios.
Sabemos inmediatamente de qué procede la infección. Este inmediato conocimiento en el sueño es algo muy singular. Un instante antes no sabíamos nada, pues la infección no fue descubierta hasta el reconocimiento efectuado por Leopoldo. Nuestro amigo Otto ha puesto recientemente a Irma, una vez que se sintió mal, una inyección. Otto me había referido realmente que durante su corta estancia en casa de la familia de Irma le llamaron del hotel próximo para poner una inyección a un individuo que se había sentido repentinamente enfermo. Las inyecciones me recuerdan de nuevo a aquel infeliz amigo mío que se envenenó con cocaína. Yo le había aconsejado el uso interno de esta sustancia únicamente durante una cura de desmorfinización, pero el desdichado comenzó a ponerse inyecciones de cocaína. Con un preparado a base de propil..., propilena..., ácido propiónico. ¿Cómo puede incluirse esto en mi sueño? Aquella misma tarde, después de la cual redacté por cierto el historial clínico de Irma y tuve el sueño que ahora me ocupa, abrió mi mujer una botella de licor, en cuya etiqueta se leía la palabra ananás (piña), y que nos había sido regalada por Otto. Tiene éste la costumbre de aprovechar toda ocasión que para hacer un regalo pueda presentársele; costumbre de la que es de esperar le cure algún día una mujer. Destapada la botella, emanaba del licor un tal olor amílico, que me negué a probarlo. Mi mujer propuso regalárselo a los criados; pero yo, más prudente, me opuse, observando humanitariamente que tampoco ellos debían envenenarse. El olor a amílico despertó en mí sin duda, el recuerdo de la serie química: amil, propil, metil, etc., y este recuerdo proporcionó al sueño el preparado a base de propil. De todos modos, he realizado aquí una sustitución. He soñado con el propil después de haber olido el amil, pero tales sustituciones se hallan quizá permitidas precisamente en la química orgánica.
Trimetilamina. En mi sueño veo la fórmula química de esta sustancia, cosa que testimonia de un gran esfuerzo de mi memoria, y la veo impresa en gruesos caracteres, como si quisiera hacer resaltar su especial importancia dentro del contexto en que se halla incluida. ¿Adónde puede llevarme la trimetilamina sobre la cual es atraída mi atención en esta forma? A una conversación con otro amigo mío, que desde hace muchos años sabe de todos mis trabajos en preparación como yo de los suyos. Por aquella época me había comunicado ciertas ideas sobre una química sexual, y, entre otras, la de que la trimetilamina le parecía constituir uno de estos productos del metabolismo sexual. Este cuerpo me conduce, pues, a la sexualidad; esto es, a aquel factor al que adscribo la máxima importancia en la génesis de las afecciones nerviosas, cuya curación me propongo. Irma, mi paciente, es una joven viuda. Si me veo en la necesidad de disculpar el mal éxito de la cura en su caso, habré seguramente de alegar este hecho, al que sus amigos pondrían gustosos el remedio. Pero ¡observemos cuán singularmente construido puede hallarse un sueño! La otra señora, a la que yo quisiera tener como paciente en lugar de Irma, es también una joven viuda.
Sospecho por qué la fórmula de la trimetilamina ha adquirido tanta importancia en el sueño. En esta palabra se acumula un gran número de cosas harto significativas. No sólo es una alusión al poderoso factor «sexualidad», sino también a una persona cuya aprobación recuerdo con agrado siempre que me siento aislado en medio de una opinión hostil o indiferente a mis teorías. Y este buen amigo mío, que tan importante papel desempeña en mi vida, ¿no habrá de intervenir aún más en el conjunto de ideas de mi sueño? Desde luego posee especialísimos conocimientos sobre las afecciones que se inician en la nariz o en las cavidades vecinas, y ha aportado a la Ciencia el descubrimiento de singularísimas relaciones de los cornetes nasales con los órganos sexuales femeninos. (Las tres escaras grisáceas que advierto en la garganta de Irma.) He hecho que reconociera a esta paciente para comprobar si los dolores de estómago que padecía podían ser de origen nasal. Pero se da el caso de que él mismo padece una afección nasal que me inspira algún cuidado. A esta afección alude, sin duda, la piemia, cuya duda surge en mí, asociada a la metástasis de mi sueño.
No se ponen inyecciones de este género tan ligeramente. Acuso aquí, directamente, de ligereza a mi amigo Otto. Realmente creo haber pensado algo análogo la tarde anterior a mi sueño, cuando me pareció ver expresado en sus palabras o en su mirada un reproche contra mi actuación profesional con Irma. Mis pensamientos fueron, aproximadamente, como sigue: «¡Qué fácilmente se deja influir por otras personas, y cuán ligero es en sus juicios !» Esta parte del sueño alude, además, a aquel difunto amigo mío, que tan ligeramente se decidió a inyectarse cocaína. Como ya he indicado antes, al prescribirle el uso interno de esta sustancia no pensé jamás que pudiera administrársela en inyecciones. Al reprochar a Otto su ligereza en el empleo de ciertas sustancias químicas observo que rozo de nuevo la historia de aquella infeliz Matilde, de la que se deduce un análogo reproche para mí. Claramente se ve que reúno aquí ejemplos de mi conciencia profesional, pero también de todo lo contrario. Probablemente estaría, además, sucia la jeringuilla. Un nuevo reproche contra Otto, pero de distinta procedencia. Ayer encontré casualmente al hijo de una señora de ochenta y dos años, a la que administro diariamente dos inyecciones de morfina. En la actualidad se halla veraneando, y ha llegado hasta mí la noticia de que padece una flebitis.
Inmediatamente pensé que debía tratarse de una infección provocada por falta de limpieza de la jeringuilla. Puedo vanagloriarme de no haber causado un solo accidente de este género en dos años que llevo tratándola a diario. Bien es verdad que la total asepsia de la jeringuilla constituye mi constante preocupación. En estas cosas soy siempre muy concienzudo. La flebitis me recuerda de nuevo a mi mujer, que padeció de esta enfermedad durante un embarazo. Después surge en mí el recuerdo de tres situaciones análogas, de las que fueron, respectivamente, protagonistas mi mujer, Irma y la difunta Matilde; situaciones cuya entidad es, sin duda alguna, lo que me ha permitido sustituir entre sí a estas tres personas en mi sueño. Aquí termina la interpretación emprendida. Durante ella me ha costado trabajo defenderme de todas las ocurrencias a las que tenía que incitarme la comparación del sentido del sueño con las ideas que tras él se ocultaban. El «sentido» del sueño ha surgido a mis ojos. He advertido una intención que el sueño realiza, y que ha tenido que constituir su motivo. El sueño cumple algunos deseos que los sucesos del día inmediatamente anterior (las noticias de Otto y la redacción del historial clínico) hubieron de despertar en mí. El resultado del sueño es, en efecto, que no soy yo, sino Otto, el responsable de los dolores de Irma. Otto me ha irritado con sus observaciones sobre la incompleta curación de Irma, y el sueño me venga de él, volviendo en contra suya sus reproches. Al mismo tiempo me absuelve de toda responsabilidad por el estado de Irma atribuyéndolo a otros factores, que expone como una serie de razonamientos, y presenta las cosas tal y como yo desearía que fuesen en la realidad. Su contenido es, por tanto, una realización de deseos, y su motivo, un deseo.
Todo esto resulta evidente; pero también se nos hace comprensible, desde el punto de vista de la realización de deseos, una gran parte de los detalles del sueño. En éste me vengo de Otto no sólo por su parcialidad en el caso de Irma -atribuyéndole una ligereza en el ejercicio de su profesión (la inyección)-, sino también por la mala calidad de su licor, que apestaba a amílico, y hallo una expresión que reúne ambos reproches: una inyección con un preparado a base de propilena. Pero aún no me doy por satisfecho, y continúo mi venganza situándole frente a su competidor. De este modo me parece que le digo: «Leopoldo me inspira más estimación que tú.» Tampoco es Otto el único a quien hago sentir el peso de mi cólera. Me vengo también de mi indócil paciente, sustituyéndola por otra más inteligente y manejable. De igual modo no dejo pasar sin protesta la contradicción del doctor M., sino que, por medio de una transparente alusión, le expreso un juicio de que en este caso se ha conducido como un ignorante («sobrevendrá una disentería», etc.), y apelo contra él ante alguien en cuya ciencia fío más (ante aquel amigo mío que me habló de la trimetilamina), en la misma forma que apelo de Irma ante su amiga, y de Otto, ante Leopoldo. Anuladas las tres personas que me son contrarias, y sustituidas por otras tres de mi elección, quedo libre de los reproches que no quiero haber merecido. La falta de fundamento de estos reproches queda también amplia y minuciosamente demostrada en mi sueño. No me cabe responsabilidad alguna de los dolores de Irma, pues si continúa padeciéndolos es exclusivamente por su culpa al no querer aceptar mi solución. Tales dolores son de origen orgánico, no pueden ser curados por medio de un tratamiento psíquico, y, por tanto, nada tengo que ver en ellos. En tercer lugar, se explican satisfactoriamente por la viudez de Irma (¡trimetilamina!), cosa contra la cual nada me es posible hacer. Además, han sido provocados por una imprudente inyección que Otto le administró con una sustancia inadecuada, falta en la que jamás he incurrido. Por último, proceden de una inyección practicada con una jeringuilla sucia, como la flebitis de mi anciana paciente; complicación que nunca he acarreado a mis enfermos.
Advierto, ciertamente, que estas explicaciones de los padecimientos de Irma no concuerdan entre sí, sino que se excluyen unas a otras. Toda mi defensa -que no otra cosa constituye este sueño- recuerda vivamente la de aquel individuo al que un vecino acusaba de haberle devuelto inservible un caldero que le había prestado, y que rechazaba tal acusación con las siguientes razones: «En primer lugar, le he devuelto el caldero completamente intacto; además, el caldero estaba ya agujereado cuando me lo prestó. Por último, jamás le he pedido prestado ningún caldero.» Las razones son contradictorias, pero bastará con que se aprecie una de ellas para declarar al individuo libre de toda culpa. En el sueño aparecen otros temas, cuya relación con mis descargos respecto a la enfermedad de Irma no se muestra tan transparente: la enfermedad de mi hija y la de una paciente de igual nombre; la toxicidad de la cocaína; la afección de mi paciente, residente en Egipto; mis preocupaciones sobre la salud de mi mujer, de mi hermano y del doctor M., mis propias dolencias, y el cuidado que me inspira la afección nasal de mi amigo ausente. Pero todo ello puede reunirse en un solo círculo de ideas, que podría rotularse: preocupaciones sobre la salud tanto ajena como propia, y conciencia profesional. Recuerdo haber experimentado una vaga sensación penosa cuando Otto me trajo la noticia del estado de Irma. Del círculo de ideas que intervienen en el sueño quisiera extraer ahora, a posteriori, la expresión que en él halla dicha fugitiva sensación. Es como si Otto me hubiera dicho: «No tomas suficientemente en serio tus deberes profesionales; no eres lo bastante concienzudo, y no cumples lo que prometes.» Ante este reproche se puso a mi disposición el círculo de ideas indicado para permitirme demostrar hasta qué punto soy un fiel cumplidor de mis deberes médicos y cuánto me intereso por la salud de mis familiares, amigos y pacientes. En este acervo de ideas aparecen singularmente algunos recuerdos penosos, pero todos ellos tienden más a apoyar las inculpaciones que sobre Otto acumulo que a mi propia defensa. El conjunto de pensamientos es impersonal, pero la conexión de este amplio material, sobre el que el sueño reposa, con el tema más restringido del mismo, que ha dado origen a mi deseo de no ser responsable del estado de Irma, no puede pasar inadvertida.
De todos modos, no quiero afirmar haber descubierto por completo el sentido de este sueño ni que en su interpretación no existan lagunas. Podría aún dedicarle más tiempo, extraer de él nuevas aclaraciones y analizar nuevos enigmas, a cuyo planteamiento incita. Sé incluso cuáles son los puntos a partir de los cuales podríamos perseguir nuevas series de ideas, pero consideraciones especiales, que surgen de todo análisis de un sueño propio, me obligan a limitar la labor de interpretación. Aquellos que se precipiten a criticar una tal reserva pueden intentar ser más sinceros que yo. Por el momento me satisfaré con señalar un nuevo conocimiento que nuestro análisis nos ha revelado. Siguiendo el método de interpretación onírica aquí indicado, hallamos que el sueño tiene realmente un sentido, y no es en modo alguno, como pretenden los investigadores, la expresión de una actividad cerebral fragmentaria. Una vez llevada a cabo la interpretación completa de un sueño, se nos revela éste como una realización de deseos
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